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Muse

Los Muse que salieron de Glastonbury 2004 eran muy distintos de los Muse que entraron. Después de siete años de sólida gira, en su interior bullía el nerviosismo y también la expectación. Habían pasado de ser el mejor grupo de Teignmouth en 1997 a convertirse en una de las mejores bandas europeas de 2004, con una escalada de éxitos meteórica, y aún así, cerrar Glastonbury suponía un brutal paso adelante, una jugada clásica al estilo Eavis. Frente a un público cansado, calado hasta los huesos, en mitad de una larga noche de domingo, y después de un camino agotador, hasta los propios Muse dudaron de que pudieran conseguirlo. "Nos estaban proponiendo dar un concierto de primera línea, algo que nos aterrorizó al principio, porque no nos considerábamos lo bastante buenos para hacerlo", reconoce el bajista Chris Wolstenhome. "El día era lluvioso y tristón, era el final del festival, y pensábamos que la gente estaría ya bastante harta, pero fue justo lo contrario".
¿Conseguirlo? Lo consiguieron, lo bordaron, lo dejaron todo bien atado y lo colocaron en la línea de despegue de la plataforma espacial de lanzamiento, para enviarlo directamente a la otra punta de la galaxia. En Glastonbury 2004 pudimos ver a Muse desplegar sus tropas de asalto para conquistar las altas cimas alcanzadas por las mejores bandas de Glastonbury, afianzándose como pesos pesados en el rock británico. Dicen que no fue hasta ese momento, con el éxito aún reciente, cuando se dieron cuenta de que lo habían logrado.

Así que el grupo que salió al Pyramid Stage aquella noche era ya un fenómeno en la cumbre de su carrera. Una banda cuyos miembros, con solo 19 años, habían dejado de trabajar por amor al arte para embarcarse en un mundo de jets privados y limousinas, cuando se abrió la veda de cazatalentos para dar alcance a Muse, un grupo que había roto de forma espectacular todas las reglas del Rock Clásico, debutando con un tema mitad funk, mitad música egipcia (‘Muscle Museum’) para después componer unos riffs de una brillantez tan trabajada que eran capaces de agarrotar los dedos de cualquiera que se atreviera a tocarlos (‘Plug In Baby’) y más tarde convertir en rock la música de Nina Simone (‘Feeling Good’). Una banda que ha logrado duplicar su público con cada nuevo álbum (en 1999, ‘Showbiz’ vendió 500.000 copias, ‘Origin Of Symmetry’ alcanzó el millón de copias en 2001 y en 2003 Absolution, una obra maestra de la malevolencia épica, vendió el doble) y cuya presencia se ha convertido después de cinco años en un auténtico carnaval de la ciencia-ficción operística en el circuito de conciertos europeos. Una banda que, después de echar abajo los grandes estadios europeos, se vino abajo por la presión de la gira. "Creo que en la vida atravesamos ciclos", dice Matt, "te lo estás pasando en grande, luego te hartas y las vibraciones empiezan a ser un poco siniestras. Pero cuando vivimos ese ciclo vital por segunda vez, dijimos, 'Oh, Dios mío, otra vez cuesta abajo, necesitamos volver a casa y dejar de dar conciertos durante un tiempo'".

Pero Absolution se estaba convirtiendo en un éxito de culto en Estados Unidos, estaba reciente el triunfo de Glastonbury, tenían dos conciertos con el cartel de "no hay billetes" en Earl Court en Navidad, antes de emprender el camino a casa, así que Muse se recorrió el circuito del Medio Oeste, dejando atrás el glamour y el engreimiento de los grandes estadios para volver a ser un trío con problemas, achicharrado por el calor, y actuando en salas de segunda. "Pasamos de tocar en esos inmensos estadios europeos a tocar ante 200 personas en cualquier agujero inmundo", dice Matt, riéndose. "Ese es el precio que hay que pagar por acomodarse demasiado en los grandes estadios. Pero estaba bien sentirse otra vez como un grupo nuevo y sentir que nos redescubrían".

Fortalecidos, los miembros de Muse se tomaron un mes de descanso para tratar de adivinar dónde estaba eso que llamaban “su casa”: Matt se trasladó a una ciudad a las afueras de Milan, Chris y su siempre prolífica familia se quedaron en Teignmouth y Dom siguió en Highbury, la zona de moda de Londres, antes de reunirse en verano de 2005 en un estudio infestado de murciélagos, el Chateau Miraval, en un pueblo templario del sur de Francia. Matt: "Me recordaba mucho a Devon. La mayor parte del proceso de escritura empezó allí, pues era un lugar mucho más tranquilo y muy alejado del estilo de vida que solíamos llevar".

Sus anteriores álbumes, en su opinión, habían nacido de la necesidad, bajo la presión de los inminentes conciertos y marcados por la obligación de asegurarse un buen directo. Esta vez trabajaron sin ponerse límites, no convocaron gira, y se permitieron todo tipo de locuras en el estudio; iban a explorar todas las posibilidades técnicas que encerraba ser un "grupo de estudio". La banda levantó el campamento de Chateau Miraval para irse a Nueva York para completar el grueso de la grabación en los estudios Electric Lady y Avatar, y para inundar el disco de ritmos de pista de baile. "Por ahí rondaba el fantasma de Hendrix", cuenta Matt, "y Bowie se pasó un día por allí para saludar. Estuvo bien contar con la aprobación de un viejo amigo. Si nos hubiéramos quedado en Francia, probablemente todo el álbum habría terminado siendo completamente previsible. Temas como ‘Knights Of Cydonia’ habrían durado veinte minutos. Por alguna razón, cuando nos marchamos a Nueva York, las cosas cambiaron y los temas empezaron a coger ritmo. Canciones como ‘Starlight’, ‘Supermassive Black Hole’ o ‘Hoodoo’ cambiaron completamente de estilo cuando llegamos a Nueva York, no sé si eran las vibraciones de la ciudad o qué". Así nació Black Holes And Revelations (2006).